Durante los años sesenta y setenta hubo una conmoción social que sacudió más de un pilar sobre los que se asentaba la sociedad de entonces. La mujer conseguía una mayor libertad de decisión sobre cuestiones que atañían a su vida sexual y reproductiva bajo el lema “mi cuerpo es mío” o su equivalente “nosotras parimos, nosotras decidimos”. Así, se liberalizó el uso de los anticonceptivos femeninos hormonales. También hubo grupos que utilizaron el mismo eslogan para obtener la liberación del aborto.
Las técnicas de reproducción asistida han constituido también otra revolución al lograr que parejas con capacidad limitada para tener hijos puedan tenerlos. Gracias a ello se han perfeccionado las técnicas de conservación del semen en bancos específicos, donde acuden parejas para obtener donaciones heterólogas, así como mujeres solas, o parejas lesbianas en busca de inseminaciones sin la presencia física del varón. Todo un muestrario de logros inconcebibles hace tan solo cuarenta años.
Como otros avances sociales, éstos también tienen sus sombras.
Asistimos con cierta regularidad a la aparición de noticias acerca de mujeres llenas de coraje que solicitan (y a veces obtienen) ser inseminadas con el semen congelado de sus maridos fallecidos o en estado comatoso. Hace diez años una española intentó conseguirlo solicitando al forense que iba a practicar la autopsia de su marido muerto en accidente de automóvil que extirpara los testículos y los preservara con esa finalidad. Se le permitió, pero no pudo lograr sus fines porque las condiciones de la muestra seminal así recogida no eran las idóneas para realizar esa tarea. Más recientemente, otra Española ha conseguido que las autoridades francesas accedieran a autorizarle utilizar semen congelado de su esposo, en ese país, con la misma finalidad.
Estas son las sombras a las que me refería antes. La conciencia de tener derecho a disponer de su propio cuerpo y concebir cuándo y cómo le parezca hace que algunas mujeres atropellen los derechos de los hombres a elegir ser o no ser padres y las condiciones en la que puedan serlo. En este sentido, podrían resumirse tales derechos masculinos con un eslogan similar al anterior: “mi semen es mío” o “nosotros eyaculamos, nosotros decidimos (sobre nuestro semen)”.
No puede alegarse que el hombre, en estado de coma o fallecido, deseara tener hijos cuando depositó su semen en un banco, para forzarle a ser padre después. Aparte de que hemos de aceptar que las personas puedan cambiar de opinión, y a que es obvio que podría desear serlo en la situación previa a la donación, ¿qué certeza se tiene de que mantendría el mismo deseo de paternidad sabiendo que sus hijos tendrían un padre ausente por defunción o enfermedad irreversible? No pueden despreciarse los aspectos psicológicos masculinos de la reproducción que plantea esta cuestión. Y, sobre todo, ¿un hombre fallecido no tiene derecho a la integridad física de su cuerpo (cuestiones legales aparte como la realización de las autopsias o donación de órganos) y la ley la obligación de preservarlo y evitar mutilaciones o manipulaciones como la señalada más atrás?
Creo que esas mujeres, en su arrojo, olvidan que frente a su derecho a ser madres (o no serlo) también está el de los hombres con cuyo semen desean ser fecundadas; ya sean maridos, ex-maridos, estén vivos o sean difuntos. Nadie puede hacer padre a un hombre sin su consentimiento expreso declarado en el momento y en las circunstancias presentes, por muy intenso que sea el empuje del reloj biológico femenino. Yo puedo desear intensamente ser padre ahora, pero ¿desearía tener hijos huérfanos? Esos hijos ¿no tienen derecho a nacer con su progenitor vivo? Pienso que sería anticonstitucional actuar en sentido contrario.
Existe aquí una fuente de posibles abusos donde la legislación vigente depende exclusivamente de la interpretación de la ley que puedan hacer los jueces. Porque los hombres también tienen derecho a decidir sobre su cuerpo…, ¡y nadie más!
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