jueves, 30 de agosto de 2012

LA CIRCUNCISIÓN NEONATAL

            Ante el exabrupto realizado recientemente por la Asociación Americana de Pediatras que, se ha contradicho encontrando ahora “comprensible” la circuncisión neonatal masculina, reproduzco aquí el capítulo dedicado a la circuncisión de mi libro “Mitos y realidades de la sexualidad femenina”. Las referencias bibliográficas en las que se sustentan las opiniones vertidas en él pueden encontrarse en el citado libro, descargable desde este mismo Blog.
            Ahí va:

Quisiera señalar de entrada que para mí, entre otros, la circuncisión masculina y la femenina, definida en los términos señalados más arriba, sólo tiene justificación científica como medida terapéutica en los casos de estrechez patológica de los respectivos prepucios (fimosis). Las circuncisiones rituales, antiguas y modernas, carecen de otra explicación que la de producir una señal imborrable de pertenencia a un grupo o cualquier otro argumento espurio; se justifiquen como se quieran justificar. Guardando todos los respetos que se merecen las diferentes culturas, me parecen prácticas tan gratuitas como crueles, sea cual sea al género que se aplique. Realizar escisiones en los genitales, totales o parciales, sin razones médicas solventes que lo justifiquen, es mutilar en todos los casos.

Debo confesar mi radicalismo en este terreno. Mi esposa y yo nos negamos a que perforaran los lóbulos de las orejas de mis tres hijas cuando nacieron, sólo por ser hembras y estar bien visto por nuestra cultura. Dos de ellas lo hicieron más tarde, de mayores. Pero fue una decisión suya libremente asumida por encontrarse a gusto dentro de una determinada corriente estética. No fue una imposición sexista de sus mayores.

            La brutalidad se hace en ocasiones tan cotidiana que insensibiliza a las personas. Así, no resulta difícil encontrar textos donde se trivialice la circuncisión masculina e incluso se haga referencia a ella con un desenfado sólo atribuible a que se tiende a minimizar esta práctica, y no se ve como un trato desigual e injusto para con los niños sólo por nacer varones. Maggie Paley actúa de este repugnante modo en su Libro sobre el pene.
En la década de los ochenta del siglo XX, se practicaba la circuncisión neonatal en el 80% de los niños varones nacidos en los Estados Unidos de América, a pesar de que la Asociación Americana de Pediatras no encontraba razones médicas que la justifiquen (aunque últimamente han modificado ligeramente su opinión contemplándola con mayor benevolencia). Esta Asociación alerta sobre el cuidado que hay que tener con estas cifras, pues, pese a todo, “los datos comunicados por los hospitales […] infrarrepresentan la verdadera incidencia de la circuncisión neonatal [masculina]”.
Para mantener esta práctica, se ha argumentado que es una forma de prevenir fimosis o esclerosis prepuciales que exigirían la operación en cualquier caso. Pero se trata de un argumento falaz, pues se ha demostrado que sólo el 10% de los no circuncidados al nacer precisan hacerlo por tales razones en algún otro momento de sus vidas. Las alusiones que hacen quienes defienden la circuncisión a publicaciones que sugieren que protege contra las infecciones y las enfermedades de transmisión sexual, simplemente, insultan a la inteligencia. ¿Alguien cree de verdad que la ausencia de prepucio asusta a los virus y a las bacterias hasta hacerles renunciar a infectar al sujeto por muy queratinizado que se encuentre el glande? ¿Aunque el pene circunciso tenga un rasguño por el que se introduzca el agente causal de esas enfermedades en el torrente sanguíneo? Ese tipo de razonamiento es tan absurdo como afirmar que el color blanco de la piel protege contra el S.I.D.A. basándose en la observación de que hay más personas con la piel de color en el mundo que padecen esa enfermedad. Es evidente que tal afirmación es falsa. Existen otros factores culturales, ambientales, sanitarios, higiénicos, etc., relacionados con el color de la piel, que justifican esa asociación espuria; factores que están relacionados, precisamente, con el uso de medidas preventivas o, más apropiadamente, con su ausencia.

           La Organización Mundial de la Salud (O.M.S.) se ha hecho eco de algunas investigaciones realizadas en el continente africano y recomienda la circuncisión masculina como una forma de prevenir el S.I.D.A. entre los varones heterosexuales (como médico, me causa asombro esta decisión). Señala que realizar tal operación no debe ser un remedio excluyente, sino auxiliar. Es obvio que tal recomendación responde a la presión de algún lobby. Las investigaciones a las que la O.M.S. hace referencia no han tenido en cuenta numerosas variables que podrían estar ligadas a las poblaciones estudiadas. Si fuera cierto que la circuncisión masculina protege a los hombres heterosexuales de esta infección ¿cómo es que no hay más hombres infectados en Europa (mayoritariamente no circuncidados) que entre los hombres blancos de los Estados Unidos de América (circuncidados en su mayoría)?.
No entiendo que nadie se haya hecho esta pregunta.
En otras ocasiones se han esgrimido consideraciones higiénicas, para defender la circuncisión masculina casi sistemática que se practica en los Estados Unidos de América. Pero resulta ridículo aplicar una medida quirúrgica a un problema higiénico. ¿A nadie se le ha ocurrido pensar que es menos agresivo, menos cruel, y más razonable, enseñar a esos niños a lavarse el surco balanoprepucial del mismo modo que se instruye a las niñas a lavar los pliegues de sus vulvas? Créanme, procedo de un país que no circuncida rutinariamente a sus varones neonatos: no es más complejo retraer el prepucio para limpiar el pene incircunciso que la vulva. Si circuncidar fuera realmente una medida higiénica universal ¿cómo es que no se aplica también a las niñas?; después de todo, también tienen prepucio y esmegma. No hay que tomárselo a broma, pues en otro tiempo se llegó a proponer en serio la circuncisión femenina con esos fines, utilizando los mismos argumentos que se emplean hoy para justificar la circuncisión neonatal rutinaria masculina. Pero parece evidente que existen otras razones ocultas para mantener esta costumbre sexista.
Dada la carencia de fundamentos sólidos que justifiquen su práctica, los argumentos mencionados parecen, más bien, racionalizaciones que vienen a justificarla, del mismo modo que otros pueblos esgrimen las suyas, basadas en la tradición, para fundamentar sus costumbres.


Hace algún tiempo coincidí en una cena con un neonatólogo con quien tuve la oportunidad de hablar sobre esta curiosa costumbre. Yo intentaba encontrar justificaciones de tipo social y cultural para explicarla cuando mi colega me interrumpió para darme, según él, una razón más sencilla y contundente: dinero. A la industria que comercializa los diferentes aparatos para circuncidar neonatos varones, me dijo, no le interesa que deje de practicarse la operación porque eso dañaría a su negocio. Tampoco le conviene que se abandone la circuncisión rutinaria a las empresas que venden piel artificial con fines reparadores, pues esa piel se fabrica mediante el cultivo de células obtenidas de los prepucios procedentes de esas intervenciones. La abundancia de prepucios los hace baratos, pero si escasearan esa industria se vería abocada a reducir sus márgenes comerciales o a repercutir en los clientes la subida del precio de los prepucios que seguiría a su escasez si dejara de circuncidarse rutinariamente a los neonatos varones. Tampoco interesa a los hospitales donde se realizan las circuncisiones, pues cortarían esa fuente de ingresos procedente de la operación y de la venta de los prepucios excedentes. Existen demasiados intereses comerciales como para suprimir de un plumazo la circuncisión rutinaria de los varones en los Estados Unidos de América, me decía.
Aquella conversación me dejó bastante preocupado, porque tales explicaciones tienen cierta lógica. Si fueran ciertas, resulta escalofriante pensar en ello.

Suele culparse a los padres de insistir en que se circuncide a sus hijos. Sin embargo, existen evidencias a favor de que el mayor determinante para circuncidar a los neonatos varones procede del sistema sanitario. Y es más concluyente la actitud de los médicos frente a la circuncisión que la existencia de razones clínicas bien establecidas para realizarla.
Si la actitud médica es la que condiciona esta práctica, viene a colación una pregunta interesante basada en una afirmación realizada por Maggie Paley en su ya citado libro. ¿Será este ritual una agresión típicamente masculina que unos hombres infringen a otros? No lo parece, aunque la tendencia general de ciertos sectores doctrinales de carácter fundamentalista así lo creen. Les supongo sabedores de que en los Estados Unidos de América la circuncisión masculina rutinaria la aplican actualmente un 57% de los médicos varones…, pero también un 45% de las médicas. No parece, pues, un acto propio de la barbarie masculina. Y sería demasiado simple sostener que las mujeres profesionales de la Medicina carecen de criterio propio y se dejan llevar por los dictados de sus colegas masculinos. Ni que fueran tontas. Estoy seguro de que ignoran que sólo aplican anestesia para circuncidar a los niños un poco más de la mitad de los unos y de las otras (los pediatras lo hacen en mayor proporción [71%]; son más considerados). Es decir, un número nada desdeñable de niños estadounidenses sufren esa agresión “a pelo” nada más atisbar la vida, por el mero hecho de nacer varones. En ocasiones se ha pretendido justificar no usar anestesia sobre la base de una supuesta insensibilidad del neonato, lo que la haría superflua a la hora de operarle. Pero no es cierto. El sufrimiento de esos niños al ser circuncidados es algo que está documentado científicamente. Además, se tiende a olvidar que lo que entendemos por circuncisión masculina (extirpación del prepucio) suele llevarse por delante la cubierta del glande… y entre ¡el 33% y el 50% de la piel del pene!; lo que resulta espantoso a poca sensibilidad no sexista que se tenga. Y también se extirpa el frenillo, su parte más sensible; lo que obliga al sistema nervioso a reorganizarse para mantener la sensibilidad erótica original.

¿Cómo es que nadie escucha a las asociaciones que se levantan contra tan bárbara e injustificable práctica en una sociedad civilizada como la nuestra, sensible a los Derechos Humanos? ¿Hay que esperar a que surja un nuevo y virulento Ralph Nader para que se devuelva a los recién nacidos su derecho a no ser dañados inútilmente simplemente por nacer varones?
Y no nos engañemos. Existe una cierta conciencia flotante de mutilación cuando se habla de la circuncisión masculina. En los textos científicos o de divulgación que hablan del pene, suelen utilizar la gráfica expresión de “pene intacto” cuando se refieren al que no está circuncidado. Luego si el pene en su estado natural está intacto, significará que el circunciso no lo está: se encuentra mutilado. Recuerden que no suele hablarse tampoco de caballos castrados (y no establezco un paralelismo entre castración y circuncisión; sólo realizo un ejemplo analógico), sino de caballos “no enteros”, para eludir la vergüenza de testimoniar la mutilación de la que han sido objeto.
De todos modos, esa circuncisión con reminiscencias rituales practicada en los Estados Unidos de América y algún otro país occidental, que está ampliamente difundida en África y en el mundo judío e islámico, no tiene las mismas características de horror que la circuncisión masculina y femenina aplicada en algunos países africanos y del Oriente Medio, también a edades muy tempranas, al menos para la sensibilidad del mundo Occidental. Aunque el espanto no debería tener relación con la cantidad de tejido mutilado sino con el atentado a los Derechos de la Infancia que supone una imposición tan brutal.
En lo que se refiere a las mujeres, esta práctica va desde la simple extirpación del prepucio del clítoris, la llamada circuncisión sunnita (parcialmente equivalente a la masculina), pasando por la ablación del glande del clítoris, y por la clitoridectomia, que es la extirpación completa del órgano; hasta llegar a remover, además, la parte superior de los labios menores (escisión). Si se incluyen además los labios mayores, la operación se conoce entonces como circuncisión faraónica. Alguna de estas prácticas puede acompañarse de la sutura de los labios vulvares dejando un espacio mínimo para el paso de los fluidos corporales, lo que se conoce con el nombre de infibulación.
No es menos brutal la circuncisión masculina ritual aplicada por pueblos como los nandis. Este grupo social afrooriental extirpa el prepucio en la pubertad mediante el uso de un hierro al rojo vivo. Ni que decir tiene que no se emplea anestesia como en los casos de circuncisión femenina referidos antes. Los dowayos del Camerún extreman la ablación del prepucio hasta despellejar literalmente todo el pene. Por cierto: las mujeres de esa etnia tienen tan arraigada la naturalidad de esa costumbre que hablan entre ellas de esa práctica con risas. Y fingen ignorar lo que ha sucedido cuando preguntan a los muchachos, entre algazaras, qué les han hecho cuando vuelven malparados del ritual; estos les responden de cualquier manera para ocultar el drama de lo ocurrido. También los aborígenes australianos practican una operación en el pene que consiste en abrirlo por la parte ventral, dejando la uretra al descubierto en su trayecto a lo largo del miembro. 
            Se están haciendo campañas desde Occidente para restringir estas prácticas que son indignas de la condición humana, por muy respetables que sean las costumbres de los pueblos que las realizan; cualquier pueblo. No faltan razones para calificar de brutales esos actos. Entre otras, las limitaciones funcionales que ocasionan, las largas cicatrizaciones dolorosas, las enfermedades que sufren los jóvenes de ambos sexos así marcados, sin dejar de mencionar las muertes que se producen por infecciones perfectamente eludibles, ocasionadas por las paupérrimas condiciones higiénicas en las que suelen practicarse esas operaciones.
Pero tales campañas tienen como elemento desconcertante, a poco objetivo que se quiera ser, un hecho inexplicable cuando se busca la justicia social para todos sin diferencias de sexo, raza, situación social, ideología o religión. Y es que son movilizaciones que se centran, tan sólo, en las mutilaciones femeninas. Estas, siendo numerosas, no son las únicas que se practican: las estadísticas señalan que en el mundo hay 6,5 niños circuncidados por cada niña circuncidada. Quizás los grupos de presión que están interesados en conseguir también la erradicación de esas costumbres contra el sexo masculino no sepan hacerse oír. Otra posibilidad, muy triste (y sexista) si fuera cierta, es que quienes actúan como adalides de la igualdad aún sostengan la íntima convicción de que tales mutilaciones sólo son terribles y opresivas en la medida que afectan a las mujeres. Después de todo –podría sostener ese estado de opinión- los hombres se lo han buscado ellos mismos al desarrollar una costumbre que les afecta de ese modo. Eso significa que también son culpables los niños varones, víctimas inocentes de los hábitos de sus mayores. ¡Qué se busquen ellos los programas de erradicación! Parece ser la respuesta. No sé. Algo no encaja en todo este asunto…
Luchar también contra la circuncisión masculina (la prepucial y la más extensa que practican los pueblos mencionados) es, además de una cuestión ética e igualitaria, una estrategia. Todos los hombres de esas culturas que asisten impávidos a la circuncisión de sus hijas también fueron circuncidados ellos mismos a tierna edad. ¿Cómo van a entender cuando sean adultos que a las mujeres no se les aplique una práctica similar a las que sufrieron ellos en su día? (más mutilante, en efecto, pero el peso de la tradición es el mismo para ambos tipos de amputaciones en la mente de quienes se desarrollan bajo la presión de ese contexto social; y hay que intentar saber cómo piensan ellos para hacer sean más eficaces nuestras campañas). Habrá que enseñarles que tampoco se debe mutilar a los infantes varones.
             Claro que eso significaría que un país como los Estados Unidos de América tendría que realizar toda suerte de piruetas argumentales para justificar esa solicitud cuando su sociedad sigue mutilando sistemáticamente a sus muchachos por razones espurias. Y también tendrían que cambiar de mentalidad aquellos pueblos que la practican por motivos culturales o religiosos.
Está documentado que se practica la circuncisión femenina en Sudán, Egipto, Etiopía, Kenya, Somalia, Nigeria, Malí, Burkina Fasso y Senegal, sin que esta relación pretenda ser exhaustiva, pues otros países asiáticos musulmanes también la realizan. Su extensión varía de unos países a otros y, dentro del mismo país, de una etnia a otra. Así, es más frecuente entre las mujeres de Eritrea (88%), de Burkina Fasso (93%), de Mali (94%), de Egipto y Somalia (100%). Centrándonos en Nigeria, es menos frecuente en la etnia Efiks (20%), algo más entre las Yorubas (56%), las Igbo (48-61%), y las Ibos (61%); y más aún entre las habitantes de Ilesa (66%) y entre las Edo (77%).
             En algunas etnias, como la de los Igbos, la circuncisión femenina es más frecuente entre la clase social alta, pero lo habitual es que este tipo de prácticas se asocie con los niveles culturalmente más bajosque mantienen la costumbre por continuar la tradición heredada de sus mayores.
             Generar leyes no es suficiente. La erradicación de estas tradiciones exige una labor pedagógica de tamaño descomunal, dirigida tanto a los hombres y a las mujeres de esos pueblos, como a nosotros mismos. La antropóloga Rose O. Hayes ha señalado que las mujeres de esas culturas son las principales interesadas en ser circuncidadas por su necesidad de pertenecer al grupo, de ser femeninas tal y como eso se entiende en sus familias. No menos interesadas están las mujeres encargadas de realizar dicha operación (lo hacen en el 98% de los casos), que les permite disponer de un estatus social con unos privilegios asociados dentro de ese mismo grupo que de otro modo no tendrían. Pero también mantienen esa tradición los hombres, por la misma influencia cultural.
            Hay, sin embargo, una luz que permite atisbar el final del túnel. Algo parece moverse en esos países. En el sur de Nigeria se ha encontrado que un 10% de los hombres y un 19% de las mujeres no desean circuncidar a sus hijas. Posiblemente si se actuara sobre el nivel cultural de los pueblos, explicando lo relativas que son las costumbres ancestrales, se conseguiría modificar la opinión de un número de gente aún más numeroso.
           Lograrlo tiene un efecto multiplicador, pues se ha comprobado que existen menos niñas circuncidadas entre las hijas de mujeres que no lo han sido a su vez.  Pero además existen datos que permiten sospechar que muchos padres no estén circuncidando realmente a sus hijas pese a lo que les dicta la tradición. También en Nigeria se ha comprobado, explorando ginecológicamente a las mujeres, que una de cada cuatro (25%) de las que afirman estar circuncidadas no lo está en realidad.
           Es una buena noticia porque podría mostrar que quizás fueron salvadas por sus padres con un simulacro del rito para acomodar sus sentimientos negativos hacia la circuncisión con el statu quo de la familia en el seno de la tribu.
          Pero antes de realizar toda esa labor pedagógica debemos reflexionar sobre nosotros mismos y sobre nuestras prácticas rituales de circuncisión masculina, para poder argumentar con solidez que ellos también deben abandonar toda suerte de resecciones genitales (masculina o femenina). No se olvide que uno de los argumentos que arrojan esos pueblos a Occidente cuando les criticamos sus costumbres mutiladoras (femeninas) es que nosotros también lo hemos hecho, aunque fuera bajo la cobertura de “curar o prevenir” la masturbación en ambos sexos. Tales actividades se han realizado a ambos lados del Atlántico hasta bien entrado el siglo XX. Hasta ayer mismo, como quien dice.

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