martes, 27 de marzo de 2012

La masturbación en la mujer religiosa

            Cuanto mayor es el compromiso religioso menos proclives son las mujeres a admitir masturbarse (lo que no significa que no lo hagan), algo que no sucede entre los hombres (Figura 1).
Las mujeres que representan un grado mayor de compromiso religioso en nuestro medio son las monjas que, además, realizan una promesa de castidad que las obliga al celibato. Lo que produce una situación singular, pues sitúa a mujeres jóvenes en pleno revuelo hormonal en la tesitura de evitar sus sensaciones eróticas y a no recrearse en ellas.

Figura 1.- Proporción de mujeres que reconocen masturbarse según su grado de creencia religiosa.


Que las monjas consigan, o no, mantener esa promesa es origen de numerosos relatos licenciosos. Aunque la historia ha documentado actividades sexuales entre religiosos, o entre religiosos y seglares, en cualquier clase de combinación de género. Y los abusos sexuales contra la infancia, protagonizados por religiosos de ambos sexos, ocupan con demasiada frecuencia las páginas de los periódicos. Pero tales actividades no reflejan sensu stricto la sexualidad de las mujeres religiosas, pues siempre pueden atribuirse a casos individuales.
Lo cierto es que no se sabe mucho sobre si estas mujeres, obligadamente célibes, recurren o no a la masturbación para aliviar sus pulsiones sexuales, cuando en su contexto ideológico dicha actividad se considera gravemente pecaminosa.
Es posible que el Vaticano disponga de esos detalles, pero no son públicos hasta donde yo sé. Y resulta muy difícil encontrar datos que reflejen la realidad autoerótica de las monjas. Algo que, por otra parte, no puede extrañar. Estas mujeres soportan el interdicto social que tiene la masturbación femenina y la vergüenza de comunicar que no han cumplido con una de las promesas que singularizan su modo de vida. Si las mujeres de la población general tienden a silenciar sus manipulaciones genitales solitarias, las monjas tienen más razones aún para callar, caso de practicarlas.
Figura 2.- Proporción de monjas que se masturban.
Dadas las dificultades para estudiar estas prácticas entre las monjas en activo, algunas investigadoras como Margaret Halstead y Jacqueline Fisher han optado por entrevistar a mujeres que lo fueron durante largo tiempo y se secularizaron después. La suposición inicial es que ellas tendrían menos inconvenientes para hablar de su sexualidad durante su permanencia en los conventos que las que aún permanecen dentro. Un postulado que se reveló parcialmente erróneo, pues lo cierto es que el grupo de mujeres estudiadas por Fisher se mostró muy renuente a hablar de sus actividades autoeróticas, pasadas o presentes.
Margaret Halstead estudió una muestra de setenta y seis ex monjas y cincuenta ex sacerdotes unos veinte años antes que Fisher. Lamentablemente, no mostró las cifras de masturbación desagregadas por sexo (cosa que sí hizo con las demás actividades sexuales que estudió) y eso inutiliza sus datos para los fines de esta nota. Casi la mitad (47%) del total de sus ciento veintiséis encuestados de ambos sexos se masturbaban antes de tomar los hábitos. La cifra subió hasta el 57% durante su vida religiosa. Y al 85% tras salirse de ese mundo.
Jacqueline Fisher estudió una muestra algo más pequeña de ex monjas (N= 49) y su investigación arrojó algunos resultados de interés. Estas mujeres tenían una edad media de cincuenta y cuatro años al ser entrevistadas, habían entrado en el convento con una edad promedio de diecinueve, y habían vestido los hábitos durante una media de treinta y dos años. Sabían, pues, de lo que hablaban.
Fisher encontró que más del 78% de sus encuestadas (ocho de cada diez) se masturbaron durante el periodo que fueron monjas. Una proporción que se asemeja bastante al que se ha estimado en otra parte para el conjunto de mujeres de la población general (85%), con un ligero sesgo a la baja (Figura 2).
Pero si recordamos que al menos un 8% de las mujeres mienten en las encuestas sexuales cuando responden que no se masturban (y las monjas tendrían más motivos para ocultarlo), podría hacerse el mismo ejercicio que se practicó para la población general y aplicar esa corrección a la proporción de monjas que se masturban encontrada por Fisher. Con ello esa cifra pasaría desde ese más del 78% a la de algo más del 86%; es decir, nueve de cada diez.
La inmensa mayoría de estas mujeres procedía de hogares muy religiosos, lo que condicionaba de un modo muy restrictivo su sexualidad. Se sabe que el grado de compromiso religioso condiciona mucho que las mujeres admitan que se masturban ante terceros. Así, reconocen masturbarse el 95% de las mujeres que se confiesan agnósticas, el 88% de las que se consideran ateas y el 82% de las que se sienten indiferentes ante el fenómeno religioso. Pero sólo admiten hacerlo el 62% de las cristianas de diferentes credos (incluido el católico), el 64% de las mujeres fundamentalistas desde el punto de vista religioso y el 53% de las judías (Figura 1). Quizás, ese sesgo a la baja en la proporción de monjas que se masturban señalado antes se explique, simplemente, por su fuerte compromiso con este elemento ideológico. Aunque puede haber otras influencias.
Según Jacqueline Fisher, para el 76% de sus encuestadas, la sexualidad había jugado un papel importante en su decisión para profesar; en el sentido de que recluirse en el convento significaba huir de ella. Una motivación que Margaret Halstead también encontró veinte años antes que Fisher. De hecho, una inmensa mayoría de estas mujeres (86%) experimentan fuertes sentimientos de culpa por masturbarse. Y, quizás por eso, un grupo nada despreciable de ellas se iniciaba en la masturbación algo más tarde que la población general; además de tener una experiencia sexual general durante su adolescencia más reducida que el resto de las mujeres seglares.
La edad promedio para profesar en el convento en la muestra de Fisher era de unos diecinueve años. Para entonces, el 60% de esas mujeres ya habían iniciado sus prácticas autoeróticas. Pero todavía existía un 16% que comenzó a masturbarse durante el periodo postulante (entre los dieciséis y veinte años), y otro 23% que comenzaron a hacerlo cuando ya eran monjas (pasados los veinte años de edad). Cifra, esta última, que sólo se encuentra, como promedio, en el 13% de la población general femenina.
Pero aunque se masturben, su condición religiosa y su promesa de castidad significa luchar de forma permanente contra esta tendencia; de ahí que al refrenar sus impulsos una cifra significativa de ellas se masturbe en un número menor de ocasiones que las mujeres seglares (el 42% de las encuestadas por Fisher decía hacerlo en el convento menos de una vez al año) y con fuertes sentimientos de culpa en su mayoría (86%). En la población seglar las cosas son diferentes. Devendra Singh y sus colaboradores han encontrado entre las mujeres casadas que estudiaron, con una edad promedio de treinta y un años, que se masturbaban a diario el 36%, y dos o tres veces por semana (casi a diario) el 51% de ellas (Figura 3). Eso viene a significar que lo hacen con una regularidad estimable (a diario o casi a diario) al menos el 87% de las féminas.
Pese a todo, también la mayoría de las monjas se masturbaban en el convento con una frecuencia similar a la de antes de profesar (con la excepción de las que lo hacían a diario cuyo número se reducía a la mitad durante su estancia en el claustro). Eso parece indicar que el freno religioso ante la masturbación y el ligero sesgo a la baja de la tasa de masturbación global en esta población especial viene, sobre todo, de antes de hacerse monjas; por causa de su misma religiosidad. La promesa de celibato posterior no parece añadir gran cosa a la frecuentación de esta actividad sexual, salvo la mencionada asiduidad diaria que algunas de ellas reducen cuando ya están en el convento.

Figura 3.- Frecuencia con la que se masturban las mujeres.
Lo que sí produce grandes cambios es el momento en el que se renuncia al hábito. La mencionada contención desaparece cuando estas mujeres abandonan la toca y la promesa de celibato, para integrarse en la vida seglar; aunque persistan sus convicciones religiosas. Lo que significa para ellas que sus frecuencias autoeróticas aumenten de una forma radical (o pierden el temor a reconocerlo). En esta nueva vida, el número de mujeres que se masturban a diario o casi a diario se triplica en ambos casos; y la proporción de monjas que se masturbaban sólo en raras ocasiones (menos de una vez por año) disminuye de un modo espectacular, pasando del mencionado 42% al 3%.
Resumiendo. Ser monja no parece quitar ni poner demasiado al hecho de masturbarse. Ellas lo hacen en una proporción similar a las mujeres de la población general. La mayor parte de las religiosas se inician en la masturbación a edades equivalentes a las de las mujeres de la población general; salvo una de cada cuatro de ellas que comienzan a hacerlo algo más tarde; lo que parece ocurrir más por una influencia temprana de la religiosidad familiar que por la toma de los hábitos. Y, en lo que se refiere a la frecuentación autoerótica, no se producen grandes diferencias por el hecho de profesar en religión; aunque en líneas generales parece que acuden a ella en menor número de ocasiones que las demás mujeres debido a su religiosidad y a la lucha activa contra la tentación de hacerlo. Pero cuando dejan los hábitos, la frecuencia con la que se masturban se modifica en un sentido creciente.
Cabría la suspicacia de sostener que estos resultados no reflejen la realidad del conjunto de las mujeres que han consagrado su vida al convento. Quizás, sólo muestren las costumbres autoeróticas de un conjunto muy específico de monjas, más o menos renuentes con el celibato o incapaces de mantenerlo al cien por cien, que, al final, terminan por abandonar los hábitos. Pero también es posible que estos datos reflejen la verdadera extensión de la masturbación entre todas las monjas, y este grupo de exclaustradas represente a las más consecuentes con la realidad de su vida sexual. No podemos saberlo con certeza. Pero no se puede soslayar que la masturbación existe en este grupo de mujeres durante las tres décadas, como promedio, que fueron monjas, pese a estar personalmente comprometidas a cumplir una promesa de castidad que implica no masturbarse (ni mantener relaciones sexuales). Y esto solo puede significar una cosa: que son mujeres como las demás, con impulsos sexuales autónomos, espontáneos, que necesitan una válvula de salida por sus cauces naturales, lejos de las teorías sublimadoras. Y respecto al impulso sexual, la masturbación es, precisamente, el camino más elemental, más sencillo y menos comprometido (no implica a segundas personas) para dar salida a esa energía.

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