viernes, 15 de junio de 2012

EL DIOS DE SPINOZA

Existen pueblos que prohíben las representaciones figurativas del Altísimo. Es un modo de evitar la tentación de imaginárselo prefigurado de algún modo. Pero el cristianismo no actuó así, muy influido por la cultura grecolatina en la que se fraguó. El cristianismo, sobre todo el católico y el ortodoxo, han propiciado toda suerte de imaginería que ayudase al creyente a visualizar a los santos (representantes vicarios de antiguas deidades) e, incluso, al mismísimo Creador.
Gracias a esa imaginería, cuando se piensa en el Altísimo se rememora la imagen de un anciano barbudo revestido por la luz de su propia omnipotencia y flotando entre refulgentes nubes. Tal y como lo representó Michelangelo Buonarroti en la escena de la creación de Adán de la Capilla Sixtina, en el Vaticano.
Suele dotarse a esa imagen mental del Altísimo de unas características fuertemente antropomorfas (de modo que Él parece creado a nuestra imagen y semejanza, más que al contrario), tanto en lo físico como en el carácter. Lo que resulta muy mezquino por parte humana. Así, Él puede ser colérico y rencoroso, amable y paternal, solícito o indiferente, conciliador y beligerante. Y, en ocasiones, susceptible al chalaneo. Es una forma muy antigua de conceptualizar a Dios.
También se le dota de atributos colosales que los humanos siempre han soñado poseer; lo que, en definitiva no es más que realizar cualquier cosa con sólo desearlo.
Los creyentes afirman su existencia, sin pruebas. Los ateos atestiguan su ausencia, sin pruebas. Unos se conceden la capacidad de desentrañar sus deseos (como si la criatura fuera capaz de concebir a su Creador) y pretenden imponer sus ensoñaciones a los demás. Otros se rinden humilde y reverencialmente ante la sola idea de Divinidad, por temor a que, existiendo, se sienta ofendido (un sentimiento muy humano) por el descreimiento. Y se le siguen ofreciendo sacrificios (ya no de animales, ni sangre humana, pero sí de otra clase), como si de ese modo pudieran comprar Sus favores.
Lo cierto es que nada prueba que el Altísimo exista; ni tampoco sucede lo contrario. Ante esa tesitura, algunos otorgan una fuerza trascendental a la Fe. Es decir, a creer sin pruebas. Y otorgan a la férrea convicción que promueve, la categoría de valor probatorio. Creer, se hace así similar a saber. Lo que resulta completamente erróneo, aunque humanamente comprensible. El ser humano necesita aferrarse a cosas tangibles, aunque sean imaginarias. Lo malo es que de ese modo se eleva a la categoría de don o virtud (Teologal: concedida o retirada por el mismo Altísimo) una característica psicológica dotada de gran ingenuidad como es la credulidad. Tener Fe, no es otra cosa que ser crédulo. Tanto más profunda será esa Fe cuanto más crédulo se sea. Un ejemplo para comprenderlo: me dicen que grandes sabios han señalado que el Sol sólo sale los días pares y yo lo asumo como cierto. Es una creencia, no una comprensión de la Naturaleza basada en la experiencia.
Pero tener Fe no es lo mismo que saber. Al Saber se llega a través del conocimiento adquirido en base a pruebas tangibles, o en postulados que requieren una confirmación posterior, basados a su vez en la experiencia. No creemos que el Sol se eleve por el horizonte cada mañana; sabemos que lo hace (incluso sabemos que esa elevación es sólo aparente, pues es la Tierra quien gira a su alrededor).
Es por esto que siempre ha habido una discusión más que dialéctica entre religiosos y científicos. Lo que para unos creer significa poseer una prueba suficiente, para otros no es más que una entelequia subjetiva, por compartida que esté. Los científicos no se pueden permitir el lujo de creer, porque las pruebas tienden a derrumbar en cualquier momento sus hipótesis más queridas.
La tendencia general es pensar que los científicos son, si no ateos (porque no tienen pruebas de que Él no exista), al menos agnósticos.
Pero existen científicos que también son sinceramente religiosos y creyentes en la existencia del Altísimo. Tienden a vivir con ambas percepciones disociadas. Las estancan y las hacen coexistir en paralelo, no de forma confluyente. Otros, intentan conjugar ambas experiencias, la científica y la religiosa, y buscan una explicación científicamente plausible del concepto de Dios. Baruch de Spinoza fue uno de ellos.
Como Descartes, Spinoza entendía que sólo la razón permitía conocer el mundo. Además, señalaba, “la razón no demanda nada contrario a la Naturaleza” y “lleva al hombre a la perfección”. Perfección que se logra cuando “la razón lucha por comprender, lograr el conocimiento de la Naturaleza, el conocimiento de Dios”.
Y desde la razón sólo puede concebirse la existencia de una sustancia divina infinita. Que, según desde el punto de mira que se discuta, puede identificarse con Dios o con la Naturaleza. Para Spinoza, ambas cosas eran lo mismo. De ahí su célebre frase: Deus sive Natura  (Dios o Naturaleza).
Tal sustancia no es más que el mundo físico que nos rodea. La Naturaleza, infinita, con sus leyes eternas e inmutables y sus objetos finitos. La razón es parte de ese mundo y, por tanto, de esa divinidad. Spinoza no cree en el dualismo cuerpo-alma. Para Spinoza el hombre es cuerpo y mente a la vez. Y está regido por esas leyes inmutables que identifica con Dios.
Para Spinoza, la Naturaleza es la única realidad, causa de sí misma y de todas las cosas. Existe por sí misma, y origina y mantiene toda la realidad con sus leyes; por tanto, la Naturaleza, las múltiples, inteligentes e interrelacionadas leyes que la rigen, es a lo que él llamaba Dios. O, si se prefiere, sería la Inteligencia final que se encuentra en la base de esas diferentes leyes naturales físicas, lo que "personalizaría" esta idea del Altísimo, que nada tiene que ver con el diseño inteligente que pretenden vender algunos fundamentalistas religiosos.
Para él, Dios no es un ser celestial que domina y gobierna como los reyes. No ha revelado ninguna verdad, ni la ha dejado escrita en libro alguno. No necesita mediadores entre Él y el ser humano (sacerdotes), porque éste forma parte de Él y está regido por Él (las leyes de la Naturaleza). No existe posibilidad de relacionarse personalmente con Él porque su esencia es inabordable; las leyes naturales siguen, indiferentes, su propio curso; por tanto, no necesita sacrificios, ni oraciones. Sólo la razón, esforzándose en comprender esas leyes, podría alcanzar la perfección que sería equivalente a comprender la verdadera naturaleza divina.

Preguntado el gran Albert Einstein si un hombre como él, que había descubierto leyes de la Naturaleza que antes nadie sospechaba que existieran, creía en Dios, respondió que sí, que él creía en el Dios de Spinoza.

1 comentario:

  1. Estimado tocayo,

    Me produce alegría siempre que alguien cita a Spinoza y más si es una persona de altura intelectual como usted. Es llamativo como cada vez más intelectuales se admiran de este pensador. Quizás conozca a Antonio Damasio o a Yalom, por citar médicos como usted que han escrito libros interesantísimos al respecto. Será un placer seguirle en su interesante blog. Le recomiendo el blog de otro tocayo y medico, Jesús Nava, igualmente spinocista. «filosofía digital»

    Saludos

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